Problemas de primer mundo sobre dos ruedas


Hay expresiones que funcionan como un salvavidas moral. “Problemas de primer mundo” es una de ellas. La usamos para rebajar la importancia de aquello que nos molesta, para reconocer —aunque sea de forma inconsciente— que nuestra queja nace desde una posición cómoda. Es una frase que lleva ironía, algo de vergüenza y, sobre todo, sentido del humor. En el ciclismo, esta expresión no solo es habitual: es casi una filosofía no escrita.


Porque montar en bicicleta, tal y como lo hacemos muchos hoy en día, es un lujo. Un lujo silencioso, normalizado, pero lujo al fin y al cabo. Tener una bici en condiciones, tiempo para usarla, carreteras o caminos por los que rodar y la salud necesaria para hacerlo no es algo universal. Sin embargo, basta con subirse al sillín para que ese contexto global desaparezca y entremos de lleno en nuestro pequeño universo de preocupaciones minúsculas.


El día empieza torcido si al abrir la puerta ya sopla viento. No cualquier viento: viento en contra. Siempre en contra. Da igual la dirección elegida, el recorrido diseñado o la lógica meteorológica: el viento ciclista es una entidad consciente, casi personal. Está ahí para recordarte que hoy no será un buen día para medias altas ni para sensaciones épicas. Y si no hay viento, hay calor excesivo, o frío inesperado, o una humedad que “no deja respirar”. La meteorología, en general, nunca colabora.


Luego está el terreno. El asfalto ya no es “rugoso”, es directamente “impracticable”. Ese tramo que antes estaba aceptable ahora “está fatal”. El camino tiene demasiado polvo, o demasiadas piedras, o demasiado barro… dependiendo de la época del año y del humor del día. El puerto no es duro: es injusto. Las rampas no son exigentes: son innecesarias. Todo conspira contra nuestras piernas, que curiosamente siempre parecen estar peor que la semana pasada.


El tráfico merece mención aparte. Coches que pasan cerca, rotondas mal pensadas, carriles bici que nacen con ilusión y mueren sin explicación. Nos indignamos, comentamos, analizamos… y muchas veces con razón. Pero incluso en esa indignación se cuela el privilegio: podemos elegir ruta, hora, alternativa. Podemos volver a casa y contarlo.


En el grupo, los problemas de primer mundo se vuelven sociales. Siempre hay una tensión invisible. El ritmo nunca encaja. Si vas justo, el grupo va demasiado rápido. Si vas bien, el grupo es desesperadamente lento. El que tira va pasado, el que no tira se esconde, el que se queda atrás “no avisa” o avisa demasiado tarde. Todo esto genera miradas, silencios, comentarios velados y debates eternos en el café posterior, donde se reescribe la salida como si fuera una etapa del Tour.


La tecnología ha elevado estas pequeñas tragedias a otra dimensión. Antes salías a montar y volvías cansado. Ahora necesitas pruebas. Si el GPS tarda en coger señal, ya empiezas mal. Si se pierde la ruta, entras en pánico. Si al llegar a casa la actividad no se ha guardado, el drama es absoluto. ¿Ha servido de algo el esfuerzo si no está registrado? Y cuando el potenciómetro falla o marca valores absurdos, la duda existencial aparece: ¿estoy mal yo o está mal el aparato?


El material, por supuesto, es el gran templo del problema de primer mundo ciclista. Bicicletas excelentes que dejan de serlo porque “ya tienen dos temporadas”. Ruedas que funcionan perfectamente pero pesan 150 gramos más de lo ideal. Neumáticos que no convencen, sillines que “antes iban mejor”, maillots que no combinan con el casco nuevo. Nos obsesionamos con mejoras marginales mientras pedaleamos máquinas que habrían parecido ciencia ficción hace veinte años.


Y después viene el ritual final: el café. Ese momento sagrado que también puede arruinarse. El café está aguado, la tostada es pequeña, el servicio es lento o no hay sitio para dejar la bici a la vista. Pequeños detalles que comentamos con la misma pasión con la que analizamos desarrollos o perfiles de rueda.


Todo esto podría parecer absurdo… y lo es. Pero también es profundamente humano. Quejarnos de estas nimiedades significa que lo importante está cubierto. Que podemos permitirnos el lujo de enfadarnos porque el viento sopla mal o porque el GPS no ha grabado bien.


Reconocer los “problemas de primer mundo” no implica dejar de sentirlos, sino aprender a mirarlos con perspectiva. Reírse de uno mismo. Recordar que, en el fondo, estamos donde queremos estar: sobre una bicicleta, usando nuestro tiempo para algo que nos hace bien.


Así que la próxima vez que algo te amargue la salida —el viento, el grupo, el material o el café— piensa en ello con una sonrisa. Sí, es un problema. Pero es de primer mundo. Y además, ocurre pedaleando. Que no es poca cosa.






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